lunes, 7 de mayo de 2012

Al borde del suicidio, al borde te la muerte.


Me giro y empiezo a correr sin mirar hacia atrás. No se adonde voy, ni tan solo de donde vengo, solo se que quiero estar lejos de ella. ¡dejame joder! Escucho su voz gritándome. “¡Yara! ¡Yara vuelve! ¡Yara!”. No te gires, ignorala, sigue tu camino, que ella no te pueda parar, vete a donde ella nunca te pueda encontrar; me digo a mi misma. Subo por un camino de tierra hasta una explanada donde se ve toda la ciudad. Aquí estoy a salvo. Me llamas al móvil y tardo e cogerlo.
-¿Que quieres?
-Por favor vuelve.
-Nunca voy a volver.
-Yara o vienes o te iré a buscar.
-Jamás me encontraras.
-No pararé de buscar hasta encontrarte, y lo sabes.
Me asomo al tejado y la veo en el parque, lloriqueando como una niña pequeña, viendo como se le caen las lágrimas, rogandome que por favor no iciera ninguna locura.
-Mira hacia arriba, no, al otro lado, ahora arriba.
-¡Baja de ahí!
-No.
-Vuelve Yara por favor...
-Lo siento, no puedo hacer esto.
Y sin dejar de mirarla la colgué. Ella me miraba con los ojos rogantes, desesperados por ir a buscarme. Ya era tarde para las dos.
Me giré y me escondí detrás de una casita con cables dentro, en esa fría pared en la explanada enorme de color gris, con vistas a Figueres.
Lloré hasta que los ojos me dolieron, hasta que las lágrimas se secaron dentro de mis párpados, hasta mi último aliento, hasta... que llego ella.
Se arrodilló delante de mi como una fiel sirvienta a su señora, y me cogió las manos. Luego me las puso en su cuello y empezó a apretar.
-Mátame, mátame por favor, sin ti no quiero seguir viviendo. No puedo sin ti Yara.
Sabia que en esos momentos no era conmigo con quien estaba hablando, sino con Julie. Esos ojos, esa expresión, esa forma de querer morir eran típicos de Alejandra.
-Ale, no puedo matarte. Ya sabes que antes de matarte a ti, me suicido yo, y eso... ya lo sabes por experiencia.
Después de llorar ella se serenó y me dijo que sería mejor que se fuera... una vez mas. No era lo que quería pero era lo que debía hacer, ¿que mas me quedaba? ¡No tenía salida!
Y sin mas... se fue. Se había marchado ella, sin insistirme, sin rogarme una vez mas, sin despedirse, sin su típico “¿segura?”, tan fácil como respirar y tan doloroso como un puñal clavándose lentamente dentro de tu pecho rozando las costillas y perforándote los pulmones, pudriendo tus entrañas, y estriñendo tu corazón. Me levanté y grité tanto que mis cuerdas bocales se me desgarraron como si hubiera masticado cristales. Y de repente vi el precipicio detrás de la baya baja del tejado. Era hora de seguir la tradición, de decir adiós cuando ella me dijo adiós. Hasta que volvió. Y esta vez, volvió a tiempo. Con los ojos rojos de llorar, y con los brazos abiertos. Y sin más... me abalancé sobre su cuerpo repitiendo sin cesar “no te vayas nunca...”

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