Me giro y empiezo a correr
sin mirar hacia atrás. No se adonde voy, ni tan solo de donde vengo,
solo se que quiero estar lejos de ella. ¡dejame joder! Escucho su
voz gritándome. “¡Yara! ¡Yara vuelve! ¡Yara!”. No te gires,
ignorala, sigue tu camino, que ella no te pueda parar, vete a donde
ella nunca te pueda encontrar; me digo a mi misma. Subo por un camino
de tierra hasta una explanada donde se ve toda la ciudad. Aquí estoy
a salvo. Me llamas al móvil y tardo e cogerlo.
-¿Que quieres?
-Por favor vuelve.
-Nunca voy a volver.
-Yara o vienes o te iré
a buscar.
-Jamás me encontraras.
-No pararé de buscar
hasta encontrarte, y lo sabes.
Me asomo al tejado y la
veo en el parque, lloriqueando como una niña pequeña, viendo como
se le caen las lágrimas, rogandome que por favor no iciera ninguna
locura.
-Mira hacia arriba, no,
al otro lado, ahora arriba.
-¡Baja de ahí!
-No.
-Vuelve Yara por favor...
-Lo siento, no puedo
hacer esto.
Y sin dejar de mirarla la
colgué. Ella me miraba con los ojos rogantes, desesperados por ir a
buscarme. Ya era tarde para las dos.
Me giré y me escondí
detrás de una casita con cables dentro, en esa fría pared en la
explanada enorme de color gris, con vistas a Figueres.
Lloré hasta que los ojos
me dolieron, hasta que las lágrimas se secaron dentro de mis
párpados, hasta mi último aliento, hasta... que llego ella.
Se arrodilló delante de
mi como una fiel sirvienta a su señora, y me cogió las manos. Luego
me las puso en su cuello y empezó a apretar.
-Mátame, mátame por
favor, sin ti no quiero seguir viviendo. No puedo sin ti Yara.
Sabia que en esos momentos
no era conmigo con quien estaba hablando, sino con Julie. Esos ojos,
esa expresión, esa forma de querer morir eran típicos de Alejandra.
-Ale, no puedo matarte.
Ya sabes que antes de matarte a ti, me suicido yo, y eso... ya lo
sabes por experiencia.
Después de llorar ella se
serenó y me dijo que sería mejor que se fuera... una vez mas. No
era lo que quería pero era lo que debía hacer, ¿que mas me
quedaba? ¡No tenía salida!
Y sin mas... se fue. Se
había marchado ella, sin insistirme, sin rogarme una vez mas, sin
despedirse, sin su típico “¿segura?”, tan fácil como respirar
y tan doloroso como un puñal clavándose lentamente dentro de tu
pecho rozando las costillas y perforándote los pulmones, pudriendo
tus entrañas, y estriñendo tu corazón. Me levanté y grité tanto
que mis cuerdas bocales se me desgarraron como si hubiera masticado
cristales. Y de repente vi el precipicio detrás de la baya baja del
tejado. Era hora de seguir la tradición, de decir adiós cuando ella
me dijo adiós. Hasta que volvió. Y esta vez, volvió a tiempo. Con
los ojos rojos de llorar, y con los brazos abiertos. Y sin más... me
abalancé sobre su cuerpo repitiendo sin cesar “no te vayas
nunca...”
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