viernes, 2 de marzo de 2012

Eramos cuatro.

No mires. Mirame a mi. Eso repetía sin cesar. Apartaba mi mirada de la oscuridad intentando rescatarme de esa pesadilla, pero no era lo que veía lo que me atormentaba. No estábamos solas en esa habitación. Eramos cuatro, no dos. Tres conocidas, una por descubrir su identidad. Escuchaba ese sonido del metal caminando encima de las baldosas, aparatosamente, despacio, caminando con esfuerzo. Aveces ese mismo sonido se repetía por las paredes, como quien arrastra una silla de hierro macizo dejando una raya negra en el suelo. Mirame a mi, me repitió. La miré a los ojos con el pánico escrito en mis pupilas bañadas en lágrimas. Quería gritarle que me ayudara, pero estaba inmovil en la cama, enmudecida por el miedo con su cuerpo encima mio. De repente se levantó. Tapate los oídos, susurró. Me tapé entera con la manta, llorando con los ojos cerrados. Mis manos en los tímpanos amortiguaban las pisadas en mi cabeza. Una imagen. La misma de cada noche. Un cuerpo blanco en una cama de una niña rubia, desnuda cubierta por una manta con los hombros descubiertos, con los ojos abiertos, azules como cristales. De repente ese mar en calma dentro de una mirada fría, se volvía negra como la noche y miraba tan abajo que se perdían sus pupilas en el interior de su parpado inferior. Esos ojos atormentados...
de repente, todo paró, todo estaba en calma. Dejé de oír golpes y escuché atentamente el silencio dentro de mis pensamientos. Abrí los ojos. Todavía estaba tapada por esa manta gruesa. Y de repente vi la claridad. Vi su rostro asustado, oí su corazón acelerado y su mirada buscando algún rasgo en mi que le dijera que estaba bien. Ya ha pasado todo. Te quiero. Estoy aquí. Deja de llorar. No hay peligro. Me abrazó y yo dejé de llorar. Ya ha pasado todo... quería abrazarle yo también, decirle que con ella sabia que nada podía hacerme daño, con ella me sentía como una niña en brazos de su madre. Volvíamos a ser dos en esa pequeña habitación.

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